domingo, 17 de mayo de 2009

LA RESISTENCIA






Aquí os publico la Quinta carta de un libro llamado LA RESISTENCIA, del Escritor ERNESTO SABATO. Este libro lo leí en el 2001 y me impactó de tal manera que lo he leído 3 o cuatro veces más después de la primera, sus palabras proféticas y encolerizada por la situación del mundo actual son como bofetadas a la cara para que despertemos del letargo que esta sociedad nos impone para mejorar las cosas y volver a sentirnos personas dueñas de su destino y sus vidas; espero que lo disfrutéis y os haga pensar como a mí.






LO PEOR ES EL VÉRTIGO.

En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás.
Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, si haberla elegido.
El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas
charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso son estor productos verdaderos frutos?

El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como un autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños.
Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quien de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la menta que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese zapping; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. Este común destino es la gran oportunidad, pero ¿Quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito.

En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del diálogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les lotorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia, que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos.
La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos, pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados.

Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en este tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿ se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de abandonar esa vida?
La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente, qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejército de Salvación, o esos creyentes delirantes---quizá los únicos que verdaderamente creen en el testimonio---a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos ha de dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar.

Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario completo o quedar excluido. Es grande la orfandad que cunde en las ciudades; la gran soledad de la persona origina es una de las tragedias del vértigo y de la eficiencia.
La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje , lo que es trágicamente peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya.

Si a pesar del miedo que nos paraliza volviéramos a tener fe en el hombre, tengo la convicción de que podríamos vencer el miedo que nos paraliza como a cobardes. Yo he pasado riesgos de muerte durante años. ¿Sin miedo? No, he tenido miedo hasta la temeridad, pero no he podido retroceder. Si no hubiese sido por mis compañeros, por la pobre gente con la que ya me había comprometido, seguramente hubiera abandonado. Uno no se atreve cuando está solo y aislado, pero sí puede hacerlo si se ha hundido tanto en la realidad de los otros que no puede volverse atrás. Cuando trabajé en la CONADEP, de noche soñaba aterrado que aquellas torturas, frente a las cuales yo hubiera preferido la muerte, eran sufridas por personas que yo más quería. Impávido en el sueño, luego me despertaba angustiado y sin saber cómo seguir, pero horas después no podía negarme a escuchar a quienes pedían que yo los recibiera. No podía, era inadmisible que hubiese dicho que no a esos padres cuyos hijos, en verdad, habían sido masacrados.
Quiero decirles que no lo podía hacer porque ya estaba adentro, involucrado, Así es, uno se anima a llegar al dolor del otro, y la vida se convierte en un absoluto. Las más de las veces, los hombres no nos acercamos, siquiera, al umbral de lo que está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y entonces perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz, domesticados a la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre. Muchos afirmarán que lo mejor es no involucrarse, porque los ideales finalmente son envilecidos como esos amores platónicos que parecen ensuciarse con la encarnación. Probablemente algo de eso sea cierto, pero las heridas de los hombres nos reclaman.
Pero esto exige creación, novedad respecto de lo que estamos viviendo y la creación sólo surge en la libertad y está estrechamente ligada al sentido de la responsabilidad, es el poder que vence al miedo. El hombre de la posmodernidad está encadenado a las comodidades que le procura la técnica, y con frecuencia no se atreve a hundirse en experiencias hondas como el amor y la solidaridad. Pero el ser humano, paradójicamente sólo se salvará si pone su vida en riesgo por el otro hombre, por su prójimo, o su vecino, o por los chicos abandonados en el frío de las calles, sin el cuidado que esos años requieren, que viven en esa intemperie que arrastrarán como una herida abierta por el resto de sus días. Son doscientos cincuenta millones de niños los que están tirados por las calles del mundo.
Estos chicos nos pertenecen como hijos y han de ser el primer motivo de nuestras luchas, la más genuina de nuestras vocaciones.
De nuestro compromiso ante la orfandad puede surgir otra manera de vivir, donde el replegarse sobre sí mismo se escándalo, donde el hombre pueda descubrir y crear una existencia diferente. La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia.
Se trata ahora de saber, como dijo Camus, si su sacrificio es estéril o fecundo, y éste es un interrogante que debe plantearse en cada corazón, con la gravedad de los momentos decisivos. En esta decisión reconoceremos el lugar donde cada uno de nosotros es llamado a oponer resistencia; se crearán entonces espacios de libertad que pueden abrir horizontes hasta el momento inesperados.
Es un pueste el que habremos de de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino sin salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora.

Los hombres encuentra en las mismas crisis las fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea, lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los afectos.

EL MUNDO NADA PUEDE CONTRA UN HOMBRE QUE CANTA EN LA MISERIA.

Ernesto Sabato (extraído de su libro “LA RESISTENCIA” ) publicado en el año 2000.

sábado, 9 de mayo de 2009

LA CASA DE MI ABUELA "Calabuelita"


Imagen de mi abuelo paterno y mi padre. (1957)




No tengo muchos recuerdos de mi infancia, más bien tengo recuerdos inducidos por las fotos que me hizo mi padre en aquella época, al verlas suelo recordar imágenes y vivencias como retazos de una realidad que viví y ahora está perdida en los más profundo de mi memoria.

Casi toda mi infancia la pasé en casa de mi abuela, recuerdo esa casa, que ahora ya no existe, como un lugar maravilloso, en el que viví la época más feliz de mi vida, quizá fuera el momento en el que fui niño, la situación de mi familia en esa época o que simplemente era feliz por ser niño lo que me hacen tener tan buenos recuerdos.

En casa de mi abuela vivían mi tío abuelo (hermano de mi abuela paterna), la tía de mi abuela y mi abuela paterna.
Mi tío se llamaba Luis y era una persona enigmática, lo era porque nunca sabré exactamente el por qué de sus continuas depresiones; nunca se casó, desde muy joven le diagnosticaron que tenía lo que él llamaba “presiones”, que más tarde averigüé que tenía una enfermedad mental que derivaba en depresión, nunca sabre lo que era pero posiblemente un trastorno bipolar o algo parecido. El caso es que desde muy joven le dieron la baja definitiva por enfermedad y desde que le conocí él estaba en esa situación. Era una bellísima persona, bueno hasta el extremo con nosotros, conmigo y mis hermanos, se desvivía por regalarnos cosas y enseñarnos todo lo que él sabía de la vida; recuerdo con mucha nostalgia las conversaciones que teníamos él y yo cuando ya era un poco más mayor y me explica cosas del pueblo, de sus vivencias en las fábricas, e incluso de la sexualidad, que, por cierto, empecé a descubrir el cuerpo femenino gracias a los interviú y las revistas eróticas de la época del destape que guardaba en la mesita de noche. Mi tío fue para mí como mi abuelo, ya que a él no le conocí porque murió estando mi madre embarazada tres meses de mí; él sabía que yo estaba en camino y estaba muy feliz, pero una enfermedad en las tripas y una negligencia médica provocada por un cirujano argentino, que no era cirujano legal, en la clínica de Elche “Ciudad Jardín” le provocaron la muerte repentina a los 55 años de edad justo en el día de San Isidro, un 15 de mayo.

Sin haberlo conocido, le hecho mucho de menos cada vez que veo su fotografía porque en cierta manera me identifico mucho con él, por lo que me han contado de su forma de ser, creo que él y yo nos hubiéramos llevado de maravilla, incluso yo tengo las orejas y las entradas en la cabeza como él, nos parecemos un poco.

Mi abuelo fue una persona íntegra, inteligente, buena persona, que de tan buena quizá habían energúmenos que lo consideraban tonto y quisieron aprovecharse de él, pero él tenía la extraña habilidad de conseguir lo que quería sin hacer caso de habladurías ni de engaños; llegó a ser alguien en la vida, encargado de una fábrica de alfombras y tuvo dos hijos con mi abuela—mi padre y mi tío—a los que dio una educación excepcional y una infancia realmente hermosa, trabajó para conseguir lo mejor para su familia y lo consiguió, hasta que a edad temprana un carnicero canalla que quería aparentar ser médico, le segó la vida para siempre. Su muerte fue una tragedia enorme para mi abuela, de la que ya no se repuso jamás y arrastró el resto de su vida con gran pena.

Mi abuela se llamaba Trinidad, era una mujer grandota, de pelo cano, entrada en carnes y de complexión fuerte para una mujer, era una persona con el corazón noble, pero parecía que siempre estaba de mal humor y a veces que le molestaba todo, pocas veces la vi sonreír, y muchas veces la vi llorar, casi todos los días por la tarde, cuando venía del colegio a verla, me la encontraba en una silla del comedor de su casa con los ojos enrojecidos por las lágrimas; ella nunca me dijo porque lloraba, pero yo lo sabía, lloraba por mi abuelo, no podía superar su pérdida, se amaron con locura y dependían mucho el uno del otro; yo le decía__no llores abuelita__ y ella hacía como que se le pasaba e iba a prepararme la merienda, luego veía a mi tío que salía de dormir la siesta y nos poníamos a ver los dibujos en la tele, comiéndome el sabroso bocadillo que me había preparado.

Recuerdo con mucha nostalgia las tardes de invierno en el que mi abuela enchufaba la estufa de gas y yo estaba allí viendo la tele, hablando con ellos, viendo la tele con mis amigos, vecinos del barrio que venían a buscarme, jugando con todos los juguetes que me regalaban mis padres y mis tíos en mis cumpleaños y navidades; queda todo tan distante en el tiempo.

De la tía de mi abuela, la que vivía con ella tengo recuerdos bastante borrosos. Recuerdo que era una persona bastante mayor, que tenía muchas manías y que no salía nunca de la cueva que estaba anexa a la casa que construyó mi abuelo delante, por lo que esta construcción era la típica casa-cueva de Crevillente, ya que primero existía la vivienda troglodita y luego las familias construían las casas delante integrando la cueva como habitaciones de la casa. Pues bien, mi tía bisabuela era la dueña de la cueva y allí permanecía siempre sentada en un sillón de madera marrón que parecía un trono, y allí se pasaba las horas muertas escuchando la radio y al canario que mi padre tenía colgado allí, un canario que le regalaron cuando se casó que duró más de 16 años y le llamábamos el “abuelete”.

Poco más recuerdo de mi tía María, solo que una vez estábamos jugando un amigo y yo, haciendo travesuras, tendríamos unos 8 años y ella fue a reprender nuestros juegos y ruidos porque le molestaban, en ese momento su cadera cedió y la vi caer como un muñeco en medio del suelo, a partir de ahí ya no se pudo recuperar y al mes o así murió. Ella fue la única que murió en casa de mi abuela, los médicos la dejaron morir en su cama y murió en paz rodeada de toda su familia. Su avanzada edad y la fractura de cadera unida a otras dolencias pudieron con ella.

Me sentí culpable algún tiempo por haberla hecho cabrear y haberle ocurrido el accidente que le rompió la cadera, pero la verdad es que yo era un niño y en realidad no fue culpa de nadie, ahora lo comprendo.